domingo, 13 de enero de 2008

Danzas legendarias: entre el Tibet y Bolivia

Casi siempre se ha destacado el carácter científico, filosófico, yoghístico o místico del Dr. Raynaud de la Ferriere. En esta oportunidad queremos destacar su sensibilidad estética al contemplar las danzas autóctonas tibetanas y cuyas experiencias fueron relatadas por él mismo durante su peregrinaje por el Asia a mediados del siglo XX.

Pero queremos hacerlo de manera comparada con la sensibilidad estética de otro gran poeta y escritor latinoamericano que al otro lado del planeta, justamente en las antípodas del Asia, experimentaba también esa vitalidad y armonía euritmica de la danza autóctona Boliviana, nos referimos a Carlos Salazar Mostajo, uno de los más importantes defensores de la gran experiencia pedagógica Boliviana y Sudamericana realizada en Warisata, en el altiplano boliviano, durante la primera mitad del siglo XX. Leamos los relatos de ambos artistas:

"Era una danza, una especie de frenesí que por unos momentos imitaba con gestos y ademanes, sin duda, un poema legendario". (Serge Raynaud de la Ferriere, Tibet 1951)

"Recuerdo siempre mi primera impresión cuando vi por primera vez a unos tibetanos ejecutar algunas danzas en la plaza de un pequeño pueblo fronterizo. Había ascendido por las primeras pendientes del Himalaya desde hacía varios días estaba ya bajo el ambiente rudo de esa vida de las montañas; luego de un alto en Srinagar, proseguí entonces mi camino hasta Rudraprayag, y es en esas comarcas donde algunos nómadas del Sur, tibetanos, vienen a cantar, danzar o exibir algunas pacotillas a fin de recoger algún dinero. Estaba por acabar las últimas migajas de arroz sobre mi hoja y con la ayuda de un trozo de chapati proyectaba lo que quedaba de dhal hacia mi boca, cuando vi avanzar por la pequeña plaza a unos danzarines tibetanos fácilmente reconocibles por sus atuendos chamanes. Eran 4 hombres y 2 mujeres, los unos con un pequeño tamborín en una mano y en la otra una diminuta campanita, los otros esgrimían por encima de la cabeza un tambor sobre el cual golpeaban con un bastón en forma de serpiente que se enderezaba sobre la cola, curiosa forma de esta vara de tambor cuyos sonidos tenían algo de viril, al mismo tiempo que angustioso. Expresión de una vitalidad y de una armonía eurítmica. No sabía qué admirar más, si sus atuendos de colores tornasolados, los peinados extraños, o los instrumentos especiales, cuyos sonidos metálicos son ejecutados con maestría por los tibetanos. Olvidé un poco, hay que confesarlo, que era una danza, una especie de frenesí que por unos momentos imitaba con gestos y ademanes, sin duda, un poema legendario; por momentos con el sable era una batalla contra los malos espíritus o el simulacro de guerreros en acción, o bien evolucionando calmadamente para reconstruir una fase de la historia religiosa del país." (1)

"El espectáculo más extraordinario que pueda darse, aquél río humano que bajando del Calvario, se convertía en colorido océano, un sentimiento avasallador frente a la naturaleza, un drama de humanidad y de raza". (Carlos Salazar Mostajo, Bolivia, 1969)

"Bajaban del calvario de Italaque cerca de un centenar de "tropas" de sicuris para la celebración del día de Corpus Christi. Ricos en vestimenta, brillantes en colorido ofrecían el espectáculo más extraordinario que pueda darse...ostentaban el penacho de plumas de flamenco o de avestruz...que en el contínuo girar de los músicos se convertía en remolino de blanco ondular. Había tropas ataviadas con levitones azules que llegaban hasta los pies y con una larga bufanda de bicuña colgada del sombrero, en severo atuendo acorde con los adustos semblantes...Cada sicuri se movía pausadamente portando la pesada "caja" que golpeaba el compás de la música pentatónica. El semblante impasible, oscuro, apenas contraído por el esfuerzo de un soplar constante...Todo era armonioso, desde la "usuta" que calzaban hasta el alto sombrero sevillano o de plumas...era la "indiada" en toda su prestancia, en la plenitud de su ser, en la pureza que les hubiera gustado hallar a un keiserling o a un Unamuno, que eran gentes que captaban la humana esencia para definir el porvenir de pueblos y naciones. Pues bien, en aquél rio humano que bajando del Calvario, se convertía en colorido océano, hallábamos a la raza, a la vivencia misma del "homo" americano, no envilecido por la serdidumbre...adusta inmensidad poblada de pronto con la nota prodigiosa de la vestimenta indígena...complemento multicolor del paisaje...música del ande...resonar profundo...cierta dimensión de lamento...cierta aura adolorida que transporta y enternece...un sentimiento avasallador frente a la naturaleza, donde...puede encontrarse un retorno alegre, que empero no invita a la risa y donde se trasunta un sentir individual como un acontecer colectivo, donde no se refleja ninguna pasión en particular sino un drama de humanidad y de raza." (2)

Vemos que ambos relatos expresan con suma claridad la sensibilidad estética de sus autores, viviendo experiencias similares a pesar de las distancias, percibiendo el espíritu y la fuerza del hombre cuando éste se expresa artísticamente de manera natural, no para un auditorio o público especialmente preparado, sino espontáneamente, como una fuerza del alma que a través del lenguaje del cuerpo desea aflorar su ser individual y colectivo, como una "poesía de la moción vital" escrita con gestos y movimientos del cuerpo y de las manos, en medio de la música y el colorido de la vestimenta y paisaje.

Cuántas veces nos sentimos igualmente transportados por la música y la danza autóctona de nuestros pueblos y cuántos recuerdos guardamos de glorias antepasadas.


NOTAS.-
(1) Raynaud de la Ferriere, Serge. Arte en la Nueva Era, Editorial Diana, México, 1980, p. 165-166
(2) Salazar Mostajo, Carlos. Warisata Mía, Editorial e Imprenta Amerindia, La Paz, Bolivia, 1984, p. 87-89.

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